Opinión | OPINIÓN

Libros y autores

EN MANOS de una editorial inteligente, un libro o un animal pueden resultar una elegante evolución colorista. Las páginas se encuadernan para sustentar un cierto orden ideográfico y, a su vez, para soportar anaqueles de vidas y afanes. La huella genética se retrata en el papel de las biografías; las autobiografías se conducen solas, entre egos. Por ende, los autores se convierten en miles de personajes en sus novelas y acaban por ser demasiada gente para reconocerse a sí mismos. Los libros, como los periódicos, son de esas raras cosas que nos soportan a cuantos escribimos.

 Con el literato se conmueve la intención, pretende la inmortalidad de su obra, de sus personajes, de su paisaje, de sí mismo. Son dioses con matices terrenales. Así, un escritor argentino creerá descubrir toda la cultura acumulada al lograr un solo lector conspicuo, serio, y es probable que refleje en su obra un ego supremo. Un alemán semejará haberlo leído todo, a solas y para sí, por lo que concluirá adaptando el mundo, tras pensarlo, a sus circunstancias. Un literato indio profundizará, filosofará y acabará por transformar sus logros en poesía casi bailable. Un inglés conoce todo lo inglés y coronará el mundo de la creación como una propiedad imperial asentada en un trono de genialidad útil. Un americano piensa para crear y creará para ganar. Un francés piensa, armoniza, revoluciona y tiene la posibilidad de divagar en su chovinismo. Un africano entiende el retumbe tribal de la filosofía pegada al suelo más humano. Un español es heredero de la Historia más grande, pero la descuida tras haber elevado el lenguaje del pueblo hasta la más bella y versátil sutileza poética. Lo subjetivo está para decirse con la posibilidad de una reversibilidad o de otras lecturas.

 Los autores, sin escabulles posibles, sin distinciones geográficas, creamos mundos a demanda, no siempre ajena. Corresponde al lector dejarse llevar por la cadencia de una narración, de una aventura, de una historia, de un drama, de una comedia, de un poema, de un artículo, y danzar, eso sí, indefectiblemente al ritmo que el compositor marca. El autor es el que determina el paso, el destino es tan incierto como el final. Esa es la libertad, la de divagar por espacios y relatos inventados o reinterpretables, neuronales o físicos, que se han de bifurcar necesaria y aleatoriamente en base a las exigencias de una trama, los requisitos de un personaje o el estado de ánimo del lector.

 En lo dicho resuena la melodía sinuosa de un estilo, el discurrir significante que encamina el libre albedrío por las enigmáticas rutas de una historia. He ahí el milagro inspirado de la memoria, de la reproducción, de la evidencia, del análisis e, incluso, de la magia, de la verdad o del humor mismo.

Al escribir o al leer acentuamos la prospección de agudezas. Con ellas queremos reducir el mundo pieza a pieza para volver a recomponerlo con antojo. Partiendo de una porción anexionamos todo a la autenticidad que ansiamos, aunque se base en mentiras o percepciones privativas. Un libro es una recomposición ideal y provisional con fragmentos del colosal rompecabezas que es la vida, y al tiempo permite trascender la realidad, nos la descubre y nos la presta, nos traslada en presente a otros tiempos y lugares, diferentes, cercanos, inexistentes, nos regala seres ideales o no. Es un objeto precioso, una creación única de autor generalmente reconocible y contextuable, algo dispuesto a no convertirse en pieza de museo. Es posible que lo escrito represente el descubrimiento humano que más se aproxima a lo infinito, a lo que merecería ser eterno. Los libros y los personajes han acabado por soportar a los autores gracias a que los han recreado. Es una suerte de endogamia feliz.