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El adiós del dictador

Marcelino Agís Villaverde

Marcelino Agís Villaverde

Existe una España en blanco y negro de la que mi memoria custodia una gran cantidad de recuerdos. Por lo general, cosas irrelevantes como el paquete de cigarrillos de chocolate que de tarde en tarde me compraban, las empanadillas de cebolla y azafrán que vendía en Pontevedra una señora ataviada con pañoleta y mandil o los odiosos pantalones cortos de tergal que me obligaban a gastar.

Otros momentos, en cambio, forman parte de la historia. Entre ellos, la muerte de Franco, cuando yo tenía 12 años, y los primeros pasos de la transición democrática pilotada por el Rey y Adolfo Suárez.

Imposible olvidar la muerte del dictador porque, para empezar, nos reunieron en el colegio y nos mandaron para casa. Viví la preocupación en los rostros y conversaciones de mi familia, el drama nacional y las largas colas que visitaron durante varios días al difunto en el palacio de Oriente, los reportajes a todo color que publicaron las revistas del corazón.

Pero, sobre todo, recuerdo los lagrimones de Carlos Arias Navarro, presidente del gobierno, cuando se dirigió por televisión a la nación para decir aquello de “españoles, Franco ha muerto” y los cartelones que publicaron con el “Último mensaje de Franco” y el “Primer mensaje del Rey”. Tuve oportunidad de leerlos completos en la administración de billetes de transportes La Unión, en Pontevedra. Eran dos textos perfectamente complementarios: conmovedor el primero, auténtico testamento político de un hombre que se disponía a rendir cuentas ante el Altísimo; y lleno de esperanza y futuro, el segundo.

Siempre supuse que aquel discurso de Franco había sido uno de los pocos que había escrito él, quizás porque era breve y sonaba a despedida personal. Ahora sabemos, gracias al político y escritor Guillermo Cortázar que Franco copió de su puño y letra un texto mecanografiado, escrito por el arquitecto Javier Carvajal. Lo cuenta en su libro “El secreto de Franco” y con esta revelación se esfuma la posibilidad de que Franco tuviese corazón. ¡Vaya por Dios!