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Sí, seremos inmortales

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

NADIE sabe muy bien en qué consiste la realidad, incluso hay quien asegura que se trata de una recreación virtual, de una matriz generada en otros lugares para mantenernos ocupados, o para jugar con nosotros. De alguna manera, esa creencia en que la realidad se construye gracias a la existencia de la palabra, el verdadero material de los sueños, es en sí misma una configuración mítica, que otorga al lenguaje poderes casi mágicos. Quizás por eso se libra hoy una batalla contra el lenguaje creativo, esa última frontera de la libertad humana, porque domesticando y enjaulándolo, privándolo de su condición de animal hermoso y salvaje, puedes tener controlada a la gente y delineada la realidad al gusto de algunos poderosos.

A la manera marxiana (de los Marx), si no te gusta esta realidad, podrás tener otras. Pero a condición de que sean intangibles, como si se tratara de sucedáneos creados a la carta. Poco a poco el contacto con la realidad real empieza a causar problemas graves, los turistas la han invadido, el desgaste de los ecosistemas es imparable, y no son pocos los que demandan su posesión y la explotación de su riqueza. Colonizado el mundo, incluso las arenas de los desiertos y los fondos marinos, la única esperanza de sobrevivir consiste en crear realidades alternativas en las que podremos retozar a nuestro antojo, incluso convertirnos en dioses o seres poderosos, mientras no vayamos más allá de las lindes de un programa informático, mientras nos conformemos con las pantallas y la mirada envolvente de la realidad virtual.

Aunque el mundo real a nuestro lado (quizás un pensamiento, o un arcano programa de seres lejanos muy evolucionados, como dicen en los divertidos documentales de madrugada) ya se haya convertido en un erial, o en un montón de escombros, aunque añoremos el olor de las rosas del jardín y el perfume de la hierba fresca, alguna realidad alternativa de marca blanca, o quizás una realidad Premium concebida sólo para los más pudientes, nos permitirá gozar de todas las cosas que un día tuvimos, pensadas o no por una mente superior, creadas o no por dioses no exentos de humor negro, o por empresarios alienígenas.

Esa realidad que aún tocamos y sentimos, incluso en medio del dolor y de la catástrofe, el agua de los ríos en los que aún nadan peces, el tacto dulce del primer amor, nos parecerá poco a poco un asunto lejano y prescindible, algo que perdimos estúpidamente como se pierde un paraíso. Pero esta vez, expulsados de la luz del amanecer, no por comer una manzana, sino por destruir millones de árboles y envenenar el agua, habremos logrado crear un mundo online donde nuestros avatares nos sobrevivirán, un lugar donde las aguas no se contaminarán y los árboles renacerán en segundos ante nuestros ojos, un lugar tan perfecto como inútil, tan pavorosamente organizado y vigilado que ni siquiera reconocerá la existencia de la muerte.

Entonces ya no seremos nosotros, resucitaremos en nuestras versiones virtuales, como en los videojuegos, y viviremos para siempre, encarnándonos virtualmente, valga la paradoja, pantalla tras pantalla. Así nos venderán los nuevos planes de inmortalidad para todos. Ganaremos la eternidad del ‘big data’, la inteligencia artificial será siempre joven y bella, como mucho sometida al capricho de algún ‘hacker’, que pueda alterar nuestra configuración, o, dicho de otra forma, nuestra alma numérica.

Quizás alguno se atreva, pasadas muchas generaciones, a explorar la realidad real que un día abandonamos, cuando dejamos de saber qué era la verdad y qué la mentira. Tal vez la encuentre destrozada, humeante, y, una vez que se desconecte de los hipervínculos y de la nube que contiene el universo virtual, se aplique a la tarea de la reconstrucción de aquellos días del pasado remoto en los que olíamos el perfume de la hierba recién cortada y sentíamos la brisa del atardecer. Este humano será tachado de loco, de peligroso antisistema, y quizás sea aniquilado por una simple función informática que no tolere disidentes que puedan traer de ese mundo perdido el recuerdo de la libertad.