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Julio Llamazares, memoria de un ‘vagalume’

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

VUELVO a encontrarme con Julio Llamazares, como un rito sanador de la primavera. Quedamos en A Coruña, al lado del mar que ama, pero que es ajeno a su biografía. Julio ha vivido muchos años en Madrid, y, claro es, sigue habitando en él la memoria persistente de León, el lugar en el que nació, una provincia interior que también a veces sueña con alcanzar el mar.

Pero de vez en cuando, sobre todo cuando publica una novela, Julio vuelve a visitarnos. En A Coruña venimos coincidiendo en las últimas décadas. Los buenos oficios de Javier Pintor se hacen notar, y aquí estamos, tras el almuerzo, en la proximidad de la Fábrica de Tabacos, mientras llueve ocasionalmente, acercándonos al vientre de cristal de La Granera.

Una vez me dijo Julio: “una cosa es escribir libros y otra hacer literatura”. Lo dijo con la claridad con la que acostumbra a hablar, consciente de que, en los tiempos que corren, hay un poco de confusión sobre el oficio de escribir. En todas sus novelas se amasa la memoria, se abraza el árbol de los sueños. En todas sus novelas hay mucho de Llamazares, porque uno, finalmente, escribe sobre sí mismo y sobre los materiales de los que está construido.

Julio, ya lo saben, viene de un pueblo, Vegamián, que duerme bajo las aguas de un pantano. Esa circunstancia siempre estará ahí, como una señal indeleble. Lo contó con detalle en Distintas formas de mirar el agua. Siendo casi adolescente, el hijo del maestro se fue a la ciudad, que regresa mutada en memoria amarilla en muchos de sus textos, y más tarde a Madrid, donde ha pasado casi toda su vida. Julio nos mira y nos dice: “estáis todos jodidamente jóvenes”. Entre sus visitas, no tan distanciadas, apenas nos da tiempo a envejecer.

Acaba de publicar Vagalume (Alfaguara). La portada amarilla, ese color que asocio a Julio desde los comienzos: Luna de lobos, ‘l río del olvido, La luna amarilla. Uno de los escritores más leídos de España. Hablamos de aquellas noches de León, de cómo se recorrían las tripas de los escenarios provinciales, con emoción juvenil, de sus muchos amigos periodistas. Todo eso aparece en Vagalume, aunque insiste que, en realidad, la novela sucede en cualquier ciudad del interior. No puedo evitar identificar algunos lugares. ¿Por qué Vagalume?, le digo. “Fue un regalo que alguien me hizo. Nunca titulé un libro con una sola palabra. De hecho, éste empezó titulándose El puente perdido, porque se habla de un puente que ha perdido su río, por una avenida de agua que cambia su curso. Es una metáfora de los giros imprevistos de la vida. Lo que le sucede a Castro, el protagonista. Un día te enseñaré un puente así, cerca de Gradefes, en León: es de piedra, no como el de mi novela. Es un puente perdido”.

Pero insisto más: ¿Vagalume? “Es la más hermosa palabra para luciérnaga: en gallego y portugués, como sabes muy bien”. Reúne dos conceptos muy apropiados para un escritor. Vagar e iluminar. Maravilloso. En mi novela se dibuja la noche con todas esas ventanas encendidas, los escritores que, como yo, surcan esa noche buscando historias. Mi protagonista, un periodista que permaneció en la ciudad de provincias y que me dijo: “vete, no te quedes aquí”. Su padre, censurado y perseguido, escribió con pseudónimo”. ¿Y él? Hay que leer la novela para saberlo. Porque el argumento es un viaje hacia el descubrimiento de los muchos secretos que encierra este personaje.

“A partir de cierta edad todos somos ya supervivientes”, dice Castro en la novela. Y también, recordando a Faulkner: “entre la nada y la pena, elijo la pena”. Vagalume es una historia de perdedores, o más bien de escépticos. Tiene la tristeza de la renuncia, la belleza del silencio. También sale la nieve, la ciudad nevada. Porque Llamazares no se puede entender sin la nieve. Suyos son dos de los mejores poemarios de todo el siglo XX. “Tengo ganas de juntaros a Manolo Rivas y a ti, tenéis mucho en común”, le digo. “Cuando quieras: Rivas, Atxaga, Landero… Ellos están entre mis favoritos”, dice al despedirse.