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Luis Mateo Díez, imprescindible

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

HACE mucho tiempo que Luis Mateo Díez es uno de los grandes clásicos de nuestra literatura, un clásico en vida, por supuesto, y que sea por muchos años, una gloria que no le es dado alcanzar a la mayoría de los escritores. Si me escuchara decir esto, se reiría con ganas, con su ánimo desmitificador, pero usted y yo sabemos que es una afirmación rigurosamente verdadera.

Porque, por más que su porte elegante, su talle enjuto, sus manos bien labradas, y su rostro indudablemente cervantino, hasta donde sabemos de Cervantes, como quien va tomando forma en lo físico de lo que abunda en la escritura, nos anuncie un autor ahormado en la severidad de la narrativa, sin lugar para desvíos ni incongruencias, Luís Mateo pertenece a nuestra mejor tradición en la escritura, que es la del humor, lindando con la picaresca.

Algo así vino a decir el otro día, cuando le fue concedido el Premio Cervantes, que, Nobel aparte (y yo desearía de mil amores que también lo recibiera), se une a una larga lista de bien merecidos galardones. Dijo Luis Mateo Díez que estaba encantado de la vida, y encantado viene de encantamiento, o viceversa, un proceso habitual en su negociación con los límites de la realidad, a la que hace añicos como hacía el mismo Quijote.

Dijo más. Que lo imaginario es para él más importante que lo real, y por eso, a estas alturas de la vida, ya escribe más que vive, aunque escribir es vivir, pero de otra manera. La vida imaginada es, finalmente, dijo Luis Mateo, esa que corre al lado, pero que, añado yo, uno puede perderse si no se atreve a entrar en ella, si no se desvía un tanto del camino, también como en el Quijote, donde la locura no se separa un punto de la verdad, ni de lo cotidiano, sino que está ahí esperando, bajo las acacias o junto al batán, aunque sólo los escogidos puedan verla y habitarla, entre el gozo y la sombra.

De Luís Mateo Díez supe últimamente por José María Merino, otro de los grandes de la escuela leonesa, nacido, sin embargo, en A Coruña. A causa de avatares diversos, aquel Luis Mateo que conocí en León, y luego reencontré en Madrid, apareció fuera de la escena justo donde esperaba encontrarlo, como quien está acostumbrado a habitar una realidad paralela.

Así sucedió en aquel Filandón en la Ergástula astorgana, al que no pudo acudir, o en el de Casa Benito, en una esquina umbría de la Plaza mayor de León, aunque, justo es decirlo, Luis Mateo Díez ha participado en tantos filandones (relatos orales tradicionales, que derivan de los cuentos de invierno al amor de la lumbre) que no podría llevar cuenta. Pero recuerdo aquellos no tan lejanos en los que no pude verlo, y bien que me hubiera gustado.

Leamos (o releamos) ahora sus novelas, que no son pocas. Prolífico y siempre a gran altura, nuestro particular Cervantes contemporáneo (no sólo por el premio) proviene de la esa larga tradición de las narraciones del invierno, en su originario valle de Laciana, y con esa tradición y ese lenguaje primigenio ha ido ahormando una narrativa gigantesca, convirtiéndose con gran desenfreno narrador, como se dice en ‘El expediente del náufrago’, en creador de territorios míticos, Celama, desde luego, en narrador de vidas descomunales o averiadas, o, como me dijo una vez, en contador de “historias que tiene un gusto especial por los desvaríos”.

Un día ya muy lejano lo visité en su despacho del Ayuntamiento de Madrid, donde trabajaba, en la casa de las Panaderías. Luego nos perdimos tomando algunos vinos, y me dijo que muchas historias nacían de ese cotidiano convivir con legajos y expedientes, o quizás imaginé que me lo dijo. Luis Mateo ha llevado la ensoñación hasta la vida de provincias (‘Las estaciones provinciales’, para entender su origen), o hasta la vida diocesana, como diría el gran Antonio Pereira con sarcasmo, y yo sigo pensando que ‘La fuente de la edad’ está entre las obras maestras de nuestro tiempo. Pero es difícil escoger entre una obra realmente colosal. O como escribió él: “se sobrevive inventando lo que merecemos”. Eso, lo inventado, es lo único que nos salva.