Historia de una refugiada ucraniana en Santiago

Refugiada ucraniana: “Quiero volver, pero una madre no lleva a sus hijas a un país en guerra”

Maryna Martynova llegó al albergue del Centro Europeo de Peregrinaciones Juan Pablo II del Monte do Gozo el 31 de marzo del año pasado, donde conviven cuarenta y dos personas que decidieron huir del conflicto

Refugiados en Compostela. El comienzo de la guerra.

Javier Rosende Novo

Maryna Martynova, de 31 años y madre de dos niñas de 4 y 11 años, Valeria y Eugenia, vivía en Járkov antes de que estallase la guerra. Desde el 31 de marzo del pasado año las tres se alojan en el albergue del Centro Europeo de Peregrinaciones Juan Pablo II, en el Monte do Gozo, junto con otros ucranianos. Son un total de 42 en la actualidad.

En un ruso quebrado por la emoción, y traducido por Maxim Strokin y Tumor Sadykov, intérprete voluntario y que realiza tareas de acompañamiento con todos los refugiados del albergue, recuerda los primeros minutos de la guerra en su país. “Como muchas otras familias no entendíamos lo que estaba sucediendo. Escuchamos una explosión muy fuerte sobre las cinco de la mañana y otras a posteriori que nos hicieron ver que la cosa iba en serio. En esos momentos hay sentimiento de estrés. No sabíamos si irnos o esperar. Había falta de decisión”, dice la joven ucraniana.

Más tarde se enteró de que los ataques estaban sucediendo en todas las regiones de Ucrania. La situación la definió de “pánico”, con mucha gente en la calle, mucho movimiento de coches y colas de gente intentando conseguir cosas, como podía ser la acumulación de agua. Además, recuerda que también se quedaron sin red móvil. “Un evento así te deja asombrado porque no se puede preparar uno moralmente ni físicamente”, asegura. Lo único que pasaba por su mente en aquellos momentos era la vida de su familia. Las explosiones siguieron unas siete horas después. En medio de aquella situación de pánico lo primero que hizo fue pensar en llenar el depósito del coche con combustible, como otra mucha gente, para huir cuando fuera posible. Pero la decisión no fue inmediata. “Los coches y trenes estaban siendo atacados por los rusos y daba miedo intentar escaparse”, comenta sobre los primeros días de bombardeos.

Refugiados en Compostela. La huida.

Javier Rosende Novo

Un mes después tomaron la decisión de salir del país al ver como se deterioraba la situación, ya que “no había ni agua ni alimentos”. Asumieron así el riesgo para salvar sus vidas. Su marido las acercó a la estación de tren más cercana. Se movieron de este a oeste hasta la ciudad fronteriza con Hungría. “Ánimo, nos vemos pronto”, esas fueron las últimas palabras de su marido, en una despedida en la que “obviamente no podíamos no llorar”. Fue un hombre que tomó la decisión de proteger a su país. “Sin que lo llamaran previamente se apuntó a la mili para proteger el futuro de sus hijas y su país”, manifiesta.

En un primer momento viajaron hasta Eslovaquia donde fueron recibidas por voluntarios. Les entregaron juguetes, mantas y un teléfono móvil con tarjeta para poder hacer llamadas a la familia, además de asignarles el acompañamiento de un psicólogo. También en el punto de espera les dieron comida. A mayores, como su hija mayor tiene una discapacidad, se les entregó una silla de ruedas. “Había mucha gente destrozada y apagada. Cuando hay una tragedia en común la gente se apoya y demuestra solidaridad”, asegura.

En ese punto esperaron el autobús que las llevó a Polonia. Maryna no recuerda con exactitud los movimientos que hicieron pero sí que tuvieron que cambiarse de tren en varias ocasiones. “En cada parada había voluntarios que nos ayudaban y nos decían donde teníamos los puntos de espera”, indica. Desde que salieron de Járkov hasta que llegaron a Santiago pasó una semana, sólo tres días desde Polonia. Al albergue llegaron muy cansados y sus pensamientos no estaban aquí. Maryna asegura no recordar nada de los primeros días. Ahora, casi un año después, ve la vida “bastante activa”. Sus niñas están escolarizadas y cada día acuden al colegio en un autobús que las recoge y las deja en el albergue. La madre, al igual que la gran mayoría de las mujeres ucranianas en Santiago, acude a la Escuela de Idiomas para aprender español. En su caso va cuatro veces a la semana. Además, todos tienen la oportunidad de ir al gimnasio o a la piscina y de hacer viajes para conocer otras ciudades. Y los sábados y domingos, ellos mismos tienen la opción de prepararse la comida, facilitada por Cáritas, quien también les entrega ropa, entre otros bienes.

Refugiados en Compostela. Un nuevo hogar.

Javier Rosende Novo

Cada mañana se levanta pensando en hablar con su familia pero no todos los días es posible, ya que dependen de la electricidad. “Les pregunto como están y si no pueden hablar envío mensajes de texto”, cuenta. Desde allá le trasmiten que la cosa se está poniendo más seria. “No hay muchos cambios. Pueden estar sonando las alarmas por posibles bombardeos durante siete horas. Y solo tienen luz y calefacción unas tres horas al día. Donde hay guerra no se puede hablar de vida normal. El único pensamiento es el de superación”, relata.

Declara que quiere volver a su país pero para ello tiene que darse el final del conflicto. Tiene claro que “una madre no lleva a sus hijas a un país en guerra”. Por el momento, sostiene que no queda otra que “rezar por la paz”.

Valora de “fundamental” el contacto con los demás refugiados ucranianos del albergue. Cada mañana se reúnen en el comedor para desayunar y allí la primera pregunta es “¿Cómo está la familia?”. En estos largos y duros meses ve que “sin apoyo no se puede vivir una situación así”. Considera que ya son una familia y viven los problemas todos juntos. “Cuando nos vayamos de aquí vamos a echarnos de menos”.

Hoy, 24 de febrero, se cumple un año del conflicto bélico en Ucrania, una fecha que siempre fuera de celebración para Maryna al ser el cumpleaños de su hermano. Este año está claro que el sentimiento no es el mismo y lo que hará será participar en una concentración de apoyo a Ucrania en el Obradoiro.

Por ahora no piensa en que haya una fecha de fin de guerra. “Todo el mundo quiere creer que acabará pronto pero cuando ves las noticias en la televisión se ve que no es así y nadie puede pararla”, dice. Así, “mi mirada al futuro son mis hijas”. Cuenta que la de cuatro años no ve la realidad. Echa de menos a su padre y a su abuela. “Al principio siempre preguntaba cuando podría verlos, pero ahora está bien aquí”, dice. La mayor ya hace preguntas más serias. “Me pregunta cuando se terminará todo esto, pero no tengo una respuesta par darle”, dice con los ojos llorosos. Nunca se le había pasado por la mente que acabaría viviendo en Santiago. “La causa por la que estamos aquí es muy triste, pero estoy muy agradecida por el apoyo recibido aquí en el albergue”, comenta. Instantes antes de echarse a llorar dijo: “Santiago es mi segunda casa”.