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Misiles en el jardín

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

A AQUELLA MUJER ucraniana le cayeron misiles en el jardín, que ofrecían su brillo metálico como si se tratara de una moderna instalación del horror. Los mostraba con la extrañeza de quien contempla un resto alienígena. En los reportajes televisivos salen a veces gentes anónimas enseñando a las cámaras la guerra en plan doméstico, los jardines reventados, las calles invadidas por la basura oscura de la guerra, los cascotes del fracaso colectivo.

La guerra deja basura en las calles y en el corazón. Todos nuestros jardines han sido profanados por odios y venganzas, y donde brotaban flores ahora sólo brota el manantial del miedo: los obuses dejan tuberías reventadas de las que manan aguas fecales y quizás también toda nuestra sangre.

Hay grandes avances tecnológicos en el mundo militar, armas inteligentes, ese oxímoron, dicen los expertos que de ahí nacen innovaciones inesperadas para tiempos de paz, cuando esos tiempos lleguen. Pero de momento es más evidente el rastro tosco y triste en las ciudades carcomidas, en los tanques oxidados, en los jardines destruidos en los que había cobertizos, gallineros, esa quietud hermosa de la vida campesina que no quiere saber nada de la lucha por el poder mundial, la paz de los huertos y de los jardines, todo eso queda mancillado, la pequeña vida cotidiana, el saludo al vecino, el dulce perfume de la hierba, toda esa belleza puede destruirse en apenas segundos.

Mientras sucede la guerra evidente, la del barro y la sangre, ahora apenas un pie de página en muchas informaciones, el mundo se reorganiza como la tierra oscura de abril, las raíces se retuercen como las manos del poder en los despachos. Hay muchas guerras en marcha, no sólo las ideológicas, las culturales que tanto se pregonan, o la del agua, que va tomando fuerza porque esa será la gran batalla del futuro, quizás la única que verdaderamente nos importe, como ya empezamos a sospechar. Y hay guerras teóricas, larvadas, guerras que suceden en los ordenadores, en los simuladores, en el vientre de las programaciones, guerras que algunos creen que un día prenderán su mecha, incluso por error, o por la revelación de algún secreto, y partirán como la flecha que aguarda en el arco.

Mientras en el suelo de Ucrania se destruyen vidas y haciendas, varios planes sobre el reparto del poder en el mundo van tomando forma. El planeta se hace ancho pero abarcable para tantos ojos vigilantes. Occidente se expande a oriente y viceversa, como en los tiempos antiguos, pero ahora todo se sirve a la hora de comer en el vértigo de las pantallas. La vida diaria trascurre rodeada de discursos inquietantes. La lucha por la influencia, por establecer un nuevo orden, se recrudece, pero quizás esa lucha se libre finalmente en la distancia de una mesa (aunque sea larga), o sobre la baldosa de un despacho.

Los ojos que fijamos en la guerra concreta y cercana, en el barro y la sangre de un país europeo, quizás no perciban con claridad toda esa continua y pasmosa recreación de un futuro fuertemente armado, esa peligrosa teatralización de los conflictos. Cómo va creciendo ese gran temor, esa sombra de la confrontación, cómo chocan las placas geoestratégicas sobre el magma contemporáneo, cómo ya se simulan batallas y ataques que aún no han ocurrido, cómo se prueban misiles de última generación o submarinos formidables, cómo el vocabulario de las armas nucleares se atreve a invadir, y a manchar, ya sin disimulos, los asuntos de nuestras vidas domésticas.

La vida sigue, sí, y también la muerte. Volamos hacia Júpiter desde ayer, en busca de sus lunas heladas, donde podría haber el agua que ya necesitamos, Elon Musk quiere ganarle a la Nasa la colonización de Marte y de la Luna, volamos hacia la liberación, creemos, hacia la esperanza en unas décadas, mientras convertimos el planeta en un escenario lleno de amenazas. Quedarán los restos de los misiles en los jardines humildes. Esa gran tecnología de la muerte sobrevuela sin compasión la vida sencilla de la gente, y ya no deja escuchar el zumbido de las abejas ni el murmullo del agua.