OPINIÓN

Para olvidar males

Pilar Alén

Pilar Alén

Tres, ocho o diez días, una quincena o tres semanas, un mes o mes y medio. Cada población o comarca se organiza para celebrar el carnaval. A mí, lo digo con toda sinceridad, me da igual. Fiesta es que no disfruto ni gusto. Es una cuestión personal. Quizás la parte gastronómica, con matices, me atraiga un poco más; si la sigo degustando y celebrando es por continuar con una tradición tan extendida y popular. 

Ahora bien, si impepinablemente me tuviera que decantar por algún lugar para pasar el carnaval, escogería Venecia por el atractivo en sí misma de ser una ciudad flotante exquisitamente artística y musical. Este año está dedicado a Marco Polo, el veneciano más internacional. Disfruto viendo -aunque sea de lejos- esas barcazas desfilando por el Gran Canal, con remos profusamente adornados y personajes disfrazados que se alzan sobre el agua con doradas máscaras, envueltas en grandes plumas y con trajes de terciopelo y tafetán. Despliegue de lujo envuelto en misterio. Así llegan a la plaza de S. Marcos damiselas y señores de ricos pelucones que remedan a los que se estilaban en los siglos XVII y XVIII con toda su espectacularidad. 

De Venecia me traslado a la comarca del Deza, por afinidad. Me explico. Dicen, y me gustaría que me lo pudieran constatar, que por allá me queda algún lejano familiar. Por concretar un poco más, en Silleda, célebre, entre otras cosas, por la Semana Verde Internacional y por albergar tan ávida masa de jóvenes y profesionales en precario que allí van a opositar. Árboles y ‘fervenzas’. Un monasterio -el de S. Lourenzo de Carboeiro- que ha despertado mi imaginación en cada ocasión que lo he visitado en días de fiesta o tras alguna siesta. Y, el carnaval. De él mucho no puedo hablar, pues poco lo he conocido ni me atrae. Perdónenme mis ancestros y esa familia ‘virtual’. 

Benevolencia espero también de los habitantes del resto del Deza. Amigos cercanos muy queridos. Alumnos repartidos por las mil y una bandas de música que pueblan tantos centros neurálgicos, en los que se toca con singular destreza: Belén, el clarinete; Jorge, el oboe; Pablo, la tuba; Lorena, la flauta traversa … y Maia y Iago que ya apuntan maneras a edad tan tempranera. Tanto afecto por allí disperso me espera y, aun así, mi ánimo no me lleva a estar por allí en estas fechas. 

Para vivir el carnaval pienso que hay que nacer con un ‘aquél’ especial. No se trata de tener un grado más o menos de valor, dignidad, pudor o decencia, ni de ser -punto arriba o abajo- espontáneo, socarrón o vividor con ganas de fiesta. Es algo que se lleva en las venas. Basta verlo: son pueblos enteros los que están metidos ahora en faena en Europa [Alemania (Colonia), Francia (Niza), Inglaterra (Notting Hill)] y en América [Colombia (Barranquilla), Bolivia (Oruro), Brasil (Río de Janeiro)]. 

Pienso que, en todas partes, con o sin jaranas y carrozas abundan las mascaradas para disimular las penas. Hay poca broma verdadera. La tierra vive inquieta y sus seres con ella. 

Álvaro Cunqueiro, un lalinense a quien mucho deben estas fiestas, en clave cómica algo así expresa refiriéndose al cocido en lugar de las caretas, adaptándose a lo que impera en nuestra tierra: «El labriego gallego, en carnavales, / Come lacón para olvidar sus males; /Y en bailes y foliadas/ Lo digiere después a bofetadas. / Por eso los lacones no producen/ Jamás indigestiones».